"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

sábado, 26 de marzo de 2011

De la pequeñez de mi habitación

  Cuando llegué a la ciudad, allá por el mes de octubre, disponía del suficiente dinero como para haber alquilado la habitación más cara y lujosa. Sin embargo, movido por un falso sentimiento intimista, resolví que lo más adecuado para mi empresa sería una habitación pequeña, tan pequeña que unos pocos muebles y yo la llenáramos por completo. Recorrí los barrios donde pensé que podría encontrarla, pero la mayoría de las que visite eran amplias, extremadamente amplias para mis deseos. Yo deseaba una habitación donde poder crear un clima de comunión entre los objetos que me rodearan y mi labor como escritor. Una habitación donde todo formase parte de mi mismo.

  Por fin, serían ya mas de las nueve de la noche, encontré un pequeño cuartucho en uno de los barrios más alejados del centro. Nada más entrar en el tuve la sensación de reconocerlo. No fue difícil ponerse de acuerdo en el precio del alquiler, por una parte porque el dueño estaba necesitado de dinero y, por otra, porque ya he dicho que no eran precisamente económicos mis problemas.
  Aquí precisamente es donde comenzaron mis problemas, en esta habitación, o, para ser más exactos, por culpa de esta habitación.

  Lo que en un principio fue sentirse parte de un entorno que me envolvía, que estaba tan cerca de mi que se confundía con mi piel, se fue transformando poco a poco en miembros de mi cuerpo que me hacían más lento y torpe. En los primeros días disfrutaba de tener que apartar la silla para poder pasar de un lado a otro del cuarto. Esto me producía el placer de ver a la silla no sólo como un objeto inanimado y solamente recordado por su uso sino como un ser más de mi entorno imprescindible para llevar a cabo mis tareas. "Por favor señora silla sería tan amable de dejarme ir al armario". Eran juegos que me ayudaban a escribir con mayor fluidez. Pero todo tiene un precio. En poco más de tres metros cuadrados es fácil imaginar lo que supone vivir junto a una cama, un escritorio, una silla, un armario, un arcón, y un mueblecito para la palangana. Todos ellos forman parte de la vida diaria. No hay un solo día en que todos y cada uno de ellos deban de ser nombrados o recorridos de un sitio a otro. Incluso hay días en que es más pesada y duradera la labor de sus traslados que cualquier otra. A veces imagino cuan libre y feliz me desplazaría en una de las primeras habitaciones que vi al llegar a la ciudad. Dejaría mis pies deslizarse por esa alfombra persa de tres metros por dos y medio. Lo que entonces me daba miedo por el temor de no ser capaz de recorrerla en un solo día hoy se me antoja un placer lejano e inalcanzable. Bien cierto es que en los primeros días pude tomar la decisión de abandonar este cuartucho, y aun diré que en más de una ocasión paso por mi mente. Pero eran días en los que aun era muy fuerte en mi la sensación de la necesidad de este ambiente, era mucho más fuerte que mi capacidad para ver lo que me traería el devenir de los días.

  Y ahora ya soy incapaz de abandonar la habitación. La explicación es bien sencilla, la composición de la habitación es de tal categoría que cuando uno quiere salir tiene que dar un rodeo y pasando sobre la cama situarse frente a la puerta en el fondo de la habitación, y entonces uno tiene una visión de la habitación entera, y se ve la silla, y el arcón, y el resto de los muebles, y a poco que uno tarde solamente un segundo en empezar a moverse se le viene encima toda la angustia del abandono, toda la impotencia de dejar atrás aquello en lo que uno soñó durante tantos años. No, no es fácil.

  Hubo un tiempo en que, alguno de los amigos que hice en la tertulia del café, venían a hacerme alguna visita, sin embargo estas pronto dejaron de producirse. No sabría decir bien si el motivo fue la incomodidad que representa la habitación para que la ocupe más de una persona aunque solo sea de manera momentánea o si se debió a mis enfados cuando alguno de ellos golpeaba sin querer algún mueble contra otro al moverse por la habitación. Lo cierto es que hoy en día sólo los veo desde la ventana de tarde en tarde pasar por la acera de enfrente. Ellos a veces alzan la vista hacia mi cuarto y alguno de ellos, no todos porque con algunos se rompió toda relación, levantan la mano y me hacen gestos, luego los veo como murmuran algo entre ellos y se alejan doblando la esquina y tomando la pequeña avenida que va a dar en el paseo del río. Yo no espero que comprendan mi situación, ni siquiera espero que sientan compasión de mi. Cada uno es el verdugo y también la víctima de sus propios actos. Tampoco espero que la situación cambie, ni para mejor ni para peor. Pero no puedo dejar de sentir un cierto temor al pensar en lo que pasará el día que yo ya no esté.

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