"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

lunes, 28 de marzo de 2011

Hace seis años que estoy muerto.

Hace seis años que estoy muerto. Ayer, en un descuido, casi estuvieron a punto de descubrirme en la oficina. Reaccioné rápido. Fui al servicio y me eche un poco de esa colonia que compre hará no más de seis meses, cuando comenzó a notarse más mi estado. 
Todo comenzó una noche de abril. Una de esas noches perfectas para cualquier cosa. Una temperatura que invitaba a pasear o a salir al balcón a mirar a lo lejos. Un cielo estrellado y limpio donde daba la impresión que nunca había pasado una nube. Y una extraña felicidad que me acompañaba desde hacia más de tres semanas. Terminé de cenar, me levanté y fui a la cocina a prepararme un café. Esperaba de pie, mirando por la ventana las luces de las casas más lejanas. Cuando estuvo a punto volví al comedor a recoger los últimos platos. Y entonces fue cuando vi a aquella mujer. Sentada al otro lado de la mesa. Como si ya antes hubiese estado allí. Con una naturalidad, que hizo que fuese incapaz de reaccionar, me dijo -¿me preparas uno a mi? Como si fuese lo más natural del mundo volví a la cocina, tomé otra taza y comencé a preparárselo. Volví a la puerta del comedor y le pregunté -¿azúcar?, -Si, gracias, un poco, mi trabajo ya es bastante amargo. Acabé de prepararlo y volví a a la mesa. Puse uno ante ella y me senté. Pasaron unos minutos donde no dijimos nada. Nos mirábamos de vez en cuando e íbamos tomando el café a pequeños sorbos. -¿un cigarro?, le pregunté, mientras yo tomaba uno, lo llevaba a mi boca y lo encendía. –No, prefiero no fumar ahora. Con el mío ya encendido le dije -¿Te molesta que fume yo? – No, por favor, estás en tu casa. De nuevo estuvimos unos minutos en silencio. Daba la impresión de que los dos esperábamos que fuese el otro quien comenzase la conversión. Finalmente me dijo -¿sabes quién soy? Sin saber por qué le conteste –Si. No, no sabía quién era, al menos no al cien por cien. Tenía una ligera idea, pero me resistía a creer que fuese ella. No sé, puede que hubiese imaginado la situación de mil maneras diferentes. Un accidente de coche, una larga enfermedad por mi adicción al tabaco, un ataque al corazón en el momento menos esperado; pero aquello, encontrármela sentada a la mesa y pidiéndome un café, no era, desde luego, la manera en que había imaginado que vendría a buscarme.
No sé si ella esperaba muchas preguntas mías. Preguntas de esas del tipo ¿Por qué? ¿Por qué ahora? ¿Por qué así? ¿Por qué yo?; pero lo cierto es que eso me daba igual. No era algo que me preocupase mucho. Siempre había tenido claro que sucedería, y que ese día no importarían las respuestas, siquiera importaría todo lo que estaba sin terminar y que ya nunca sería. Ese día… ese día había llegado. ¿Estaba preparado?, nunca se está preparado para casi nada; pero me sorprendí de mi tranquilidad. Acabé sin prisas el café, todavía me quedaba medio cigarro y lo fumé con calma. No sabía si aquel sería mi último cigarro. En un accidente, en un ataque al corazón todo pasa rápidamente, sin tiempo para hacerse muchas preguntas; pero ella estaba allí, acabando también su café, y nada en sus gestos, en sus palabras, me decía si sería en apenas dos minutos o si teníamos toda la noche todavía por delante.
Continuamos charlando. Cualquiera que hubiese visto la escena desde fuera hubiese pensado que simplemente éramos dos amigos, o dos amantes, porque cruzamos más de una mirada con intención. En ocasiones reímos, en otras, sobre todo cuando hablamos de su vida, estuvimos cerca de llorar. En ningún momento mis manos tocaron sus manos, en ningún momento las suyas se acercaron a las mías. No sé, puede que ese fuese el momento. Que cuando sus manos tocasen las mías sería la señal para que todo terminase. En algunos momentos, cuando me habló del alba, no recuerdo por qué sacamos el tema, sus ojos tomaron un brillo increíble. Se iluminó su mirada y sus labios se volvieron de un rojo intenso. Estuve a punto de levantarme, rodearla con mis brazos y besarla. No me hubiese importado si ese hubiese sido mi último beso. Pero seguí allí, mirándola, sin moverme.
El amanecer nos encontró todavía charlando. Supongo que fue un descuido por parte de ambos. Lo cierto es que se levantó, me dijo que se le hacia tarde. Yo me levanté y la acompañé a la puerta. Allí nos despedimos como dos viejos amigos. Nos dimos dos besos y se marchó. Creo que justo entre el primer beso y el segundo es cuando morí; pero a ella se le olvidó. La vi alejarse. A lo lejos se volvió y me dijo adiós con la mano, yo le devolví la despedida y la vi perderse por la primera esquina.
Cerré la puerta y volví al comedor. Acabé de recoger las tazas y fui a la cocina. Era sábado, no había que ir al trabajo, podía permitirme acostarme un rato, aunque no me notaba cansado.
Desde entonces no he vuelto a enfermar. Mi piel sigue igual que aquel día, como si no envejeciese. Apenas este olor que en determinados días, sobre todo cuando llueve, despide mi cuerpo; pero acabé encontrando una colonia que consigue que no se note. Por lo demás simplemente estoy esperando. Sé que un día tocará a mi puerta, la abriré y ella estará allí. Me dirá, sin rencor, sin mayor inflexión en la voz – Me dejé algo, ¿recuerdas? Claro que recuerdo, hace seis años que recuerdo, como no recordar. De todos modos la invitaré a tomar otro café. Quién sabe, dos olvidos puede tenerlos cualquiera

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