"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

lunes, 14 de marzo de 2011

Epístola 42

No ha sido un buen año, igual que el anterior, incluso igual que el siguiente. No, no ha sido un buen año. ¿Recuerdas el libro aquel que comencé a leer justo el día en que marchabas?, un mal libro, uno más de los que últimamente están poblando nuestras librerías. Apenas pude leer unas quince o veinte hojas, no más. Y luego la apatía, la desgana, el estar todo el día buscando excusas para no sentarme a trabajar. Incluso llegué a comenzar un cursillo de esos en que te enseñan a reproducir los grandes monumentos del mundo. Más de veinte cajas de palillos para hacer un vano intento de reproducir la Torre Eiffel. Tendrías que haberla visto, daba pena, tumbada hacia un lado, como la torre de Pisa, y en algunos puntos tan espesa que no dejaba pasar la luz a través de ella.  Pero incluso me hizo sentir bien, porque tú ya sabes lo poco que me agradan los franceses. Bueno, en general, tú ya sabes lo poco que me agrada la gente.  Y no la tiré, la tengo frente al escritorio, justo entre la foto de ella y un recuerdo del viaje del ochenta y cuatro a Granada. Dos meses perdidos entre palillos y pegamento. Y luego de nuevo el silencio, un silencio lento y pegajoso que lo iba llenando todo poco a poco. Subió de la calle, casi sin darme cuenta, y primero se estableció en la cocina. Entraba de mañana, cuando la luz se dejaba caer desde la ventana hasta las primeras baldosas, cuántos cafés habremos tomado allí, y se pasaba las horas muertas, apenas roto por el sonido metálico de alguna cucharilla al caer, o por el monocorde run run de la nevera, y se estaba horas y horas. Luego se atrevió a adentrarse por los pasillos, por el comedor, por las habitaciones, hasta que fui capaz de oír mi propia respiración. Te asombraría saber el estrépito que arma en una casa solitaria un pecho a pleno rendimiento en un día de abril. Y al final todo era silencio. De poco sirvió que comprara un aparato nuevo de música, ni una colección completa de cds, hay silencios que ni el más atronador de los sonidos es capaz de calmar.

 Luego vinieron los paseos por la casa. Paseos en los que al principio me conformaba con descubrir algún que otro nuevo desconchado en las paredes, o una figurita que ya hacía tiempo que tenía olvidada. Pero un caminante sin tiempo acaba por olvidar el camino, por olvidar el principio y el final del viaje, por olvidar sus pasos. Y entonces todo forma parte de uno, el camino, los pasos, el leve aire que se filtra por debajo de las puertas, las sombras que minuto a minuto el reflejo del sol deja caer por las paredes, y comienzas a sentir como parte de ti cada rincón, cada milímetro de cuadros y sillas. Parece como si la sangre se hubiese expandido desde las venas a cada rincón de la casa. Preveo el próximo movimiento de la cortina de la ventana del fondo, siento, como si fuese parte de mi piel, como el papel que cubre la pared del dormitorio se desprende poco a poco hasta que una bolsa de aire se forma dentro de él, ya no necesito mirar el viaje lento de las sombras, las siento por mi espalda caer lentas, dejarse caer hasta el suelo y desaparecer por debajo de las puertas. Y vas acortando los paseos, cada día un poco menos, un poco menos, hasta que acabas por no tener nada dentro de la casa y te acercas a una de las ventanas del comedor. La que da justo al centro de la plaza ¿la recuerdas? Cuántas tardes hemos pasado charlando junto a esa ventana, asomados, viendo como la gente, en un día de fiesta, pasaba como flotando sobre los adoquines. Y me quedaba allí, mirando, jugando a juegos que en otros tiempos hubiese catalogado de loco, o al menos de solitario. Unos días jugaba simplemente a contar, contaba las mujeres, los niños, los perros, cualquier cosa que tuviese movimiento. Luego comencé a contarlo todo, lo móvil y lo inmóvil. Te asombraría saber cuántas cosas caben en una plaza, y cuántas de esas cosas son innecesarias. Pero hasta los números son finitos, y una tarde conté el último. Me descubrí llegando al final, y la plaza desapareció de mi vista. Incomprensiblemente estaba allí, sentado frente a la ventana, con los ojos bien abiertos, y no quedaba nada. Primero la plaza se quedó vacía de gente, ni un niño, ni un perro, ni un vendedor solitario de los que aguantan su jornada pese a que ya no pasará nadie. Luego desaparecieron los árboles, la fuente, y poco a poco las estatuas y los adoquines dejaron su lugar, hasta que no quedó más que el vacío,  y yo asomado a aquella ventana. Todavía estuve más de dos horas sentado, con la cara pegada al cristal, esperando al menos el vuelo fugaz de una de las palomas por aquel desierto, pero nada, tan sólo un oscuro vacío que cada vez se hacía más insoportable.

 De todas formas lo peor todavía estaba por llegar. Una mañana, al salir de la habitación me extrañó el insoportable resplandor que venía de la parte de la cocina. Avancé con miedo, el miedo ya hace tiempo que me acompaña a donde voy. No sólo el miedo, mi agenda se ha poblado de toda una serie de compañeros y compañeras que difícilmente me dejan un momento de tranquilidad. Como te decía avancé hacia la cocina y, aunque ya lo esperaba, mi corazón dio un vuelco al asomarme a ella. Nada, no quedaba nada. Las paredes no estaban, la mesa, las sillas, cada uno de los electrodomésticos que hace tanto ya no utilizaba, el silencio, todo había desaparecido. Estuve tentado de dar un último paso y entrar en ella para caer yo en el mismo vacío, pero en el último momento el miedo agarró mi hombro y tiró de mí hacia atrás. Volví corriendo a la habitación y me tumbé llorando en la cama. Desperté sobresaltado, temiendo que si no vigilaba sucedería lo mismo con el comedor, con la sala, con cada uno de los pasillos, y decidí establecer turnos de vigilancia para que eso no sucediera. Ya era bastante haber perdido el exterior como para quedarme sin casa. Pero un único vigía no basta para la inmensidad de la vida y lo numeroso de los enemigos. Si establecía mi puesto junto al comedor veía por el rabillo del ojo como la sala se iba poblando de luz poco a poco, hasta que el resplandor me anunciaba que ya no estaba, que ya no estaba allí. Si vigilaba atentamente el pasillo que daba al jardín, y te digo que daba porque el jardín fue lo primero que desapareció, entonces era en el comedor donde la luz iba en aumento. Acabé por recluirme en la habitación, sintiendo como la casa iba desapareciendo poco a poco, como cada vez entraba más luz por debajo de la puerta. Los primeros días todo quedó así, la luz esperando detrás de la puerta y yo durmiendo el menor número posible de horas. En principio no me importó, aquí tenía todo lo necesario para aguantar un largo asedio. Tenía comida, que tuve la precaución de almacenar los primeros días, incluso me traje la nevera, que sigue haciendo el mismo run run de siempre pese a que no consigue ganarle terreno al silencio, tengo cuarto de baño, aunque eso no sería especialmente necesario, y los suficientes folios y lápices para poder seguir escribiéndote casi a diario. No será necesario decirte que ya hace meses que no recibo tus cartas. Ya no hay casa donde dejarlas, ni plaza por la que llegar el cartero hasta ella, ni creo que el cartero siga existiendo después de tanto tiempo, pero yo sigo escribiéndote, metiendo las cartas en sus sobres, poniéndoles sello y arrojándolas por la ventana. No sé por qué pero no he llegado a perder la sensación de que son recogidas y te llegan.

Ayer comenzó a suceder lo que imaginaba sería inevitable, la luz se cansó de un asedio que sabía no le llevaría a ningún sitio, o simplemente ya ha perdido el miedo que me pudiese tener. Al despertarme vi como la puerta y las primeras baldosas de la habitación habían desaparecido. Como parte positiva el miedo ya hace días que me abandonó y no sabría explicarte muy bien la sensación que me produjo saber que el final puede que ya no esté tan lejos. Siempre cabe la posibilidad de que exista un punto de inflexión, de que la luz llegue justo hasta mis pies y luego comience un lento retroceso que devuelva cada una de las cosas a su sitio. El miedo a mi cuerpo, la puerta a sus bisagras, el pasillo, el comedor, el jardín, y que de pronto vuelva a oír el ruido de los coches cruzando la plaza y todo se llene de alboroto como hace unos meses. Aunque si te he de ser sincero no creo que esto ocurra, y aunque ocurriese no sé si sería lo mejor.

Me despido de ti, no sé si tendré tiempo de terminar estas líneas. Mientras te escribo la luz ha comenzado a avanzar por la mesa casi llegando al folio, y baja lentamente por el lápiz. Apenas ya si puedo sujetarlo. Ayer me pareció escuchar el sonido de un teléfono, incluso estuve a punto de dar un salto sobre la luz, atreverme a caer en un vacío insondable que no sé a dónde me hubiese llevado, pero aunque es cierto que ya no siento miedo, que el miedo hace tiempo que me abandonó, su ausencia no dejó un vacío sino que fue llenada por la indiferencia. Ahora aprovecho el tiempo que calculo que me queda, y las dos o tres últimas baldosas y el marco de la ventana, para meter esta última carta en su sobre, poner este último sello y lanzarla de nuevo por la ventana. Sigo teniendo la sensación de que te llegará.

Y ahora escucha esto...

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