"Yo te contaré cada día un cuento, y tu me regalarás tu mirada"

lunes, 21 de marzo de 2011

Me han vendido, Juan.

-    -    Me han vendido Juan, me han vendido.

Es un día claro. No se ven nubes por ningún sitio. El sol apenas hace unas horas, no se podría adivinar cuántas, que se pasea a sus anchas por un cielo demasiado claro. No parece el mejor día para una emboscada, ni para una puñalada a traición. La hoja de cualquier cuchillo, hasta el cuchillo más negro, el que está forjado por los sentimientos más oscuros que corazón alguno pueda albergar, brillaría desde lejos en aquel día. No se escucha nada en kilómetros a la redonda, sería imposible no escuchar los pasos de los traidores. Aunque sólo fuese uno, el más ruin y débil de los traidores, sus pasos se escucharían mucho antes de que en su mente se hubiese forjado la idea de levantar el brazo con las más terribles intenciones. Los dos, Juan y Antonio están sentados con sus espaldas apoyadas en el único árbol de aquel despoblado lugar. La sombra de las no más de cinco ramas les han servido para refugiarse de aquel abrasador sol. Ya son más de cinco días de huida parando apenas para dormir lo justo.

-        Me han vendido Juan. No importa lo rápido que corramos ni lo lejos que consigamos llegar. Sé que sentiré hundirse un puñal en mi carne y la noche bajará por mis venas como una amante desbocada, hasta llegar a mi corazón y convertirlo todo en sueño, en un sueño del que ya no seré capaz de regresar.

Pasa la lengua por sus resecos labios. Sus ojos se cierran unos segundos buscando un descanso que aquella cegadora luz hace tiempo que no les da. Ya no tiene muchas más fuerzas. No le importaría escuchar el silbo apenas audible de una hoja de acero e intenciones y sentirla clavarse en su carne. No le pediría explicaciones, de nada sirve pedir explicaciones a la muerte. Apenas rogaría unos segundos más de vida, los justos para poder mirar a los ojos a su asesino y poder darle las gracias. Pero vuelve a abrir los ojos y todo sigue en su sitio. Juan sentado a su lado, codo con codo, todavía con los ojos cerrados, el sol en el cielo, como un agujero de fuego por el que los infiernos están soltando lastre, el páramo infinito que nunca acaban de cruzar rodeando cuanto alcanza su vista, y el miedo colgado de una de las ramas, esperando que reanuden la marcha para subirse a su espalda.

-        Me han vendido y aun no entiendo el por qué. No he hecho otra cosa en mi vida que trabajar. Siempre en las tierras más yermas y jamás una queja. Siempre empezando de cero cada vez que las estaciones daban una nueva vuelta en su ciclo, y jamás una queja.

Tapa su cara con sus manos y siente la aspereza de sus palmas. Los callos se clavan en sus ojos. No es capaz de comprender a quien pueden haber ofendido aquellos callos. Nunca robó la comida a nadie. Sus ropas son de las más pobres de aquellos lugares. Y sus lágrimas no tienen más valor que la poca sal que han ido dejando en su rostro en los últimos años. Golpea con la cabeza el tronco en el que la tiene apoyada. El tronco le devuelve un sonido hueco, como el que el siente dentro de si.

-        No, Juan, no es posible que alguien se haya sentido ofendido por mí. Yo no he sido nadie, no soy nadie.

Un pájaro, que parece haber salido de la nada, llega volando con pereza y se para en una de las ramas. El cuervo busca la sombra de otra de las ramas y se acurruca desapareciendo entre las sombras.

-        Mal agüero, Juan. No debe de estar lejos el momento. En algún sitio hemos dejado un rastro pese a nuestros cuidados. Nos encontraran, seguro que nos encontraran. Sólo espero que hayan mandado al mejor. Ya son muchos años muriendo como para no morir a la primera puñalada. No, no me da miedo el dolor; pero no sería justo que ni para morir tuviese suerte. Tal vez sería mejor tumbarnos aquí, en silencio, de espaldas a este abrasador sol, y esperar sin prisa a que llegue. Así seríamos una presa fácil, podría tomarse su tiempo para no errar. Bueno Juan, hablo de mi, tú si tienes fuerzas todavía puedes seguir el camino. Yo te serviré de escudo. Si quieres le plantaré batalla. Sé que es batalla perdida pero algo de tiempo te conseguiré.

Juan sigue con los ojos cerrados, apoyado contra el árbol, como si siempre hubiese estado allí. Su pecho apenas sube y baja, su respiración es tranquila. Parece como si él no hubiese estado huyendo en los últimos días del más persistente de los asesinos. Cualquiera diría que simplemente pasaba por allí y se sentó a descansar un momento, más por pereza que por otro cosa. No hace movimiento alguno, no contesta, no parece estar atento a las quejas de Antonio. Parece como si sólo estuviese esperando el momento de reanudar la marcha. La palabra que le haga levantarse y volver a iniciar aquel interminable camino que no consigue alejarlos de nada.

-        Nadie, Juan, en ninguna dirección. Esto puede darnos la sensación de seguridad. La vista alcanza varios kilómetros en todas direcciones y nadie. Pero estoy seguro que él es rápido. Bastaría cerrar los ojos unos instantes para, al abrirlos, tenerlo delante, con el brazo en alto y sereno, estoy seguro que no sonreiría, no tiene por qué, él sólo viene a hacer su trabajo. Nada personal. Los he visto en otras ocasiones. Nada personal. ¿Nada personal?, la muerte siempre es personal. Siempre lleva un nombre en la hoja de su guadaña, sólo uno. Uno que se borra cuando la guadaña corta de golpe cualquier hilo con la vida. Sólo uno. Y hoy esa hoja se ha tomado la molestia de llevar dos, el tuyo y el mío. Puede que la muerte piense que hoy es su día de suerte; pero no le daremos ese gusto Juan. No. Márchate. No hace falta que corras ni camines con prisa, yo la entretendré cuanto sea necesario. Si es necesario primero suplicare, me lanzaré a sus pies, mientras veo como te alejas. Luego, cuando ella crea que ha llegado el momento, intentaré luchar. Lo haré lo mejor que pueda, te lo juro. No será fácil, aunque ello me cueste que llene mi cuerpo de cortes con su afilado cuchillo. Seguro que yo también le haré alguno, si, ya sé que de nada vale luchar contra la muerte con este desdentado cuchillo; pero lo haré, te daré tiempo. Hasta que no vea que tú imagen se pierde en el horizonte no desfalleceré.

Una débil ráfaga de viento levanta los cabellos de Antonio. Se vuelve sobresaltado. Nada. Nada hasta donde alcanza la vista. Tan sólo un débil olor a muerte que no es capaz de adivinar de donde viene. La intranquilidad comienza a apoderarse de él. Levanta la vista. El cuervo sigue acurrucado en lo alto de la rama, a la sombra. No se mueve, parece estar muerto, o esperando. Juan sigue con los ojos cerrados. Tan sólo unas gotas de sudor en su frente dan fe de que todavía sigue vivo, porque su pecho apenas se mueve con la respiración.

-        Dile a mi mujer que luche hasta el final. Aunque no sea así. Diles a mis hijos que su padre ha sido un valiente. Aunque veas que caigo de rodillas e imploro por mi vida. Cuando ese cuchillo que ya casi siento mío me quite la vida que no me quite nada más Juan. Que no me quite nada más.

Y dejando caer de nuevo la cabeza hacia atrás la golpea contra el tronco y la deja apoyada allí, con los ojos cerrados. Apenas escucha un silbido suave. Puede que otra ráfaga de viento, piensa mientras recuerda a su mujer, a sus hijos. No hace ningún movimiento, imposible. No abre los ojos. No hace falta. Las últimas fuerzas que le quedan las usa para cumplir una promesa.

- Gracias, Juan, gracias.

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